Tocados y hundidos.

24 Feb

Aún a fuerza de pecar de inmodestia, he de confesar que si me viese obligado a describirme con tanta exactitud como brevedad lo haría sin dudar definiéndome como lo que en las calles, tertulias, editoriales y corrillos de señoras que descansan en los parques en los que hay aparatos para que hagan gimnasia se reconoce como un “dechado de virtudes”.

 

Y de todas las que me adornan, hoy quiero comenzar este relato mentándoles una de ellas, la de hombre aventurero y lanzado como yo solo. Fue seguramente esta capacidad de hacer de mi capa un sayo y de decir para mis adentros “aquí estoy yo y aquí mis señores cataplines” la que me empelió a dejar de lado mi célebre costumbre de la merienda a base de batido de chocolate y altramuces y optar, un día es un día, por un flan Dhul y unos cuantos bombones Trappa.

 

Todos aquellos lectores que tienen la suerte de conocerme en persona y haber gozado de mi compañía saben que además del arrojo y la valentía derrocho sinceridad, razón por la que, nobleza obliga, reconoceré aquí ante ustedes que me ayudó a tomar la decisión el hecho de que desde hacía días nuestra nevera había sido conquistada por todo tipo de productos lácteos y derivados provinentes de un famoso holding empresarial y que el capitán recibía, día sí día también, con diversas notas de agradecimiento.

 

Pensé,  alma de cántaro como soy, que se trataba de un pago por un favor, una misión resuelta o una fotografía de familia tamaño compresa de Rita Barberá realizada por mi amigo a la insigne estirpe de empresarios. Ah, mas cuán amargo puede ser el sabor de un flan si no se le pone azúcar, si está caducado, si es de limón o si en el momento en el que estás lamiendo el negro caramelito ves entrar en tu salón a tu compañero de fatigas corriendo como alma que lleva el diablo y con la cara tan desencajada que si Picasso la hubiese pintado en su época cubista, le hubiese salido un retrato de una persona normal.

 

Supe por la experiencia de mis años vividos con el capitán y por el retortijón intestinal que me avisa cuando van a pasar estas cosas que una desgracia se cernía sobre nuestras cabezas. Mas no era cuestión de ponerme a la altura del histérico de mi compañero y convertir la merienda en una reunión de verduleras electrocutadas, así que opté por echar mano de la flema británica heredada de un familiar que una vez fue a una agencia de viajes a preguntar una cosa y ajustándome las solapas del batín traté de calmar a mi amigo:

 

–       Capitán mío, ¿qué formas son estas de irrumpir en mis aposentos y darme tal susto que a punto he estado de hacer sonar la campanilla para que viniesen los chicos de seguridad y te castigaran encerrándote en la sala donde guardo las fotos y los discos de Pitingo?

–       Ah, Vicente. ¡Oh mísero de mí! ¡Oh infelice!

–       No me vengas con moderneces, Rumikel. ¡Cuéntame ya tus cuitas, comparte conmigo tu congoja o calla para siempre! – le espeté dándole una bofetada de ida y vuelta como en las películas antiguas pero en color porque aún no nos habíamos bajado una app que te permite pasar al blanco y negro en la vida real cuando sea menester y que en ese momento me hubiese venido de perillas voy a parar la frase ya si no les importa porque me estoy mareando hasta yo y además si no lo hago cuando vuelva a hablar el capitán no sabrán ni de qué iba la historia.

–       Porto malas noticias, Vicente. Siéntate, que eres muy impresionable.

–       A la par que elegante – apostillé aunque no hacía falta porque saltaba a la vista e incluso se rumoreaba que la revista Esquire planeaba hacer una portada con mi efigie.

–       En fin, allá voy. ¿Recuerdas que al acabar el libro hicimos cuentas y que entre las ventas, las descargas, los derechos de la SGAE, la gira de recitales y lo que le robaste a Lucía Etxeberría del bolso mientras yo la distraía diciéndole que conocía a una persona a la que le caía bien concluimos que así por encima habíamos ganado unos 3 millones de euros?

–       No solo lo recuerdo sino que me vanaglorio de ello a la menor ocasión, como si de un especulador inmobiliario benidormero de años ha me tratase.

–       ¿Y recuerdas que gracias al libro conseguimos un contrato millonario por fichar por WordPress que nos pagaron por adelantado?

–       Cómo no olvidarlo. No había visto tanto papel junto desde aquel cigarro especiado que lió Andrés Calamaro.

–       ¿Y recuerdas que en el libro se hablaba de mi relación de parentesco con la familia Ruíz Mateos y de cómo ellos me recogieron en los momentos difíciles y me dieron un apellido y algo para comer pero yo me equivoqué y estuve varios años llamándome Rumikel Bocadillo de Sepia y me zampé un Ruíz Mateos con mayonesa?

–       Lo recuerdo tan vívidamente que aún a veces aún me parece verlos en fantásticos e hiperrealistas anuncios televisivos.

–       ¿Y recuerdas cuando en una entrevista dijimos que todo esto no lo hacíamos por dinero y que nos gustaría volver a los años en los que empezábamos en los que no teníamos ni un duro y gracias a la ilusión conseguimos sacar adelante este proyecto?

–       Ja, vaya si lo recuerdo. Este Lorenzo Milá se lo cree todo, el muy bobalicón.

–       Pues es que… verás, tuve una idea que no te comenté para darte una sorpresa. Igual te ríes, si lo miras bien, hasta tiene gracia. Pero vamos, muy bien tendrías que mirarlo. Y mucha gracia tendrían que hacerte las cosas para que ésta también lo haga. Te cuento. Todo comenzó cuando me saqué el curso CCC para invertir tu dinero en gangas. Luego me fui al banco, saqué el dinero y… (mientras esta conversación transcurre por los caminos que el lector imagina, en la imagen vemos avanzar a toda velocidad las manecillas de un reloj de carrillón del siglo XVIII que pronto podrán ustedes comprar en una casa de empeños)… y aunque ahora prometen devolver todo el dinero, me da en la nariz, llámame avispado, que nanai de la china, que se ha fugado el matrimonio y su único hijo (los demás eran ninots de falla) a las Sheychelles y que tenemos menos posibilidades de recuperar nuestra inversión que Enric Sopena de encontrar un puesto de trabajo en Intereconomía.

 

Otras de las virtudes de las que suelo hacer gala son el aplomo y la paciencia. Sin embargo, consideré que la tarde no estaba como para sacarlas a relucir, así que me dejé llevar por los instintos y mientras las agujas del reloj seguían dando vueltas sin parar, yo estuve desfogándome a base de ganchos de izquierda, tirones de pelo y patadas en el estómago del capitán hasta que caí rendido, exhausto, derrumbado al suelo.

 

Horas después, el zumbido provocado por las palabras de Benito el mayordomo me despertaron de lo que yo pensaba que no había sido más que una pesadilla provocada por un vaso de leche Clesa en mal estado. Sin embargo, la realidad volvió a darme una colleja a mano abierta y al abrir los ojos y ver a nuestro fiel mayordomo dar bandejazos en la cabeza del capitán al grito de “¡¡¡mis ahorrooooos!!!” entendí que sí, que una vez más habíamos vuelto a caer y a tocar fondo, tanto que si acercábamos la oreja al suelo podíamos oír hablar en australiano. Y que una vez más tocaba volver a levantarse.

 

Pero, ¿saben qué? Eran casi las 8 de la tarde, había cogido la posturita y sobre la alfombra acurrucadito se estaba la mar de bien. Así que cerré de nuevo los ojitos y al compás del clonck clonck que hace el metal al chocar con un cráneo me dormí y soñé algo muy raro. Sólo recuerdo que iba vestido de Superman y 4 palabras: que, te, pego y leche.

 

3 respuestas to “Tocados y hundidos.”

  1. Dani LC 25 febrero 2011 a 12:18 pm #

    Bravo!!! Por fin habéis vuelto a caer!!! No sabéis lo que me alegro de ello!!!

    Por cierto, me podría interesar ese reloj, tengo una cadenita y me iría de perlas para llevarlo en el bolsillo…

  2. Vicente 25 febrero 2011 a 12:20 pm #

    Negociemos, dani, negociemos… ¿tienes algo que ofrecer que no sean flanes ni coñac Garvey?

  3. Ahab (a secas) 1 marzo 2011 a 10:51 pm #

    Ostras, no puedo creerlo, o si. Parece que la cosa promete.
    Bueno ya pasare de vez en cuando por aqui a ver, mira me lo guardo en favoritos, a ver si no se pierde.

    Agur

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